LOS PAPARAZZI , INOCENTES
Condenas de boquilla |
Se a foto não interessasse a ninguém, o paparazzi não estaria lá
Carmen Rigalt* El Mundo
Me llega un ruido seco, destripado y largo que suena como un lamento. Es el canto que jumbroso de los fariseos que se rasgan las vestiduras a la vista del público. Había que buscar culpables y alguien ha decidido que sean los paparazzi. Por lo menos están a mano y son concretos, tangibles, muerden con su procaz mirada, usan teleobjetivos que parecen butrones y se cuelan en las vidas con la misma naturalidad que en las muertes. A esa condena inicial se han sumado luego las voces de medio mundo. Son voces airadas, voces solemnes, voces sabihondas, voces estreñidas, voces carcamales, voces falsas. Voces y coces. Se trata de una condena de boquilla para quedar bien en las tertulias o en los cenáculos donde los sesudos analistas hablan de política o improvisan especulaciones sobre el derecho a la intimidad de las personas públicas. La muerte trae plañideras, oficiantes del dolor, literatura de obituario y estética de funeral. La muerte trae también paparazzi que retratan el luto y lo sirven para ser consumido mientras una señorita de bata blanca nos decolora las mechas en un salón de belleza. La muerte, en fin, trae asimismo mucha vida, y prueba de ello es que ahora estamos aquí, hablando de la muerta e intercambiando detalles sobre las circunstancias de su muerte. Pero la muerte siempre busca culpables. Los culpables de la muerte son a menudo los mismos culpables de la vida. Aquella señorita lánguida y transparentosa que saltó a la fama con una foto de parvulario ha terminado por ser una víctima de sí misma. Lady Di no ha muerto empotrada en las paredes del Sena, sino devorada por la opinión pública. Resulta cínico o cuando menos anacrónico echarles el muerto de Lady Di a los paparazzi que corrían tras ella en un túnel de París. Ellos sólo son una pequeñísima pieza de esta sociedad salvaje que continuamente paga por ver, por escuchar, por saber y por entrometerse en las vidas ajenas. Una vez más, los santones quieren matar al mensajero y mirar hacia otro lado, como si no hubiera pasado nada. Pero eso es una engañifa, una trampa boba que no sirve para calmar las atropelladas conciencias. El mensajero continuará trayendo y llevando su mensaje, que para eso le paga la opinión pública. La motivación del mensajero no es personal, sino vicaria. Al paparazzi le traen al fresco Lady Di y Al Fayed, pero los ojos le hacen chiribitas cuando vislumbra la posibilidad de sacar foto y tajada. Si la foto no interesara a nadie, el paparazzi no estaría ahí. Su existencia es el resultado de unas reglas de juego que alcanzan a todos, desde los negocios editoriales al quiosco de prensa, los telediarios, las peluquerías, las comadres de Buckingham, los hacedores de moda, los coleccionistas de mitos y las colas del puesto de la carne. Arrecia de nuevo la discusión sobre el derecho a la intimidad de los personajes públicos. Vieja polémica, sorda discusión, mucha palabrería de relleno que no conduce a nada. Todo está ya dicho, pero aún seguimos en las mismas. El personaje público se resiste a sacrificar su intimidad, pero una de las servidumbres de la fama a la que no sabe renunciar es precisamente ese sacrificio. En una sociedad de mercado donde el poder está en manos de buitres, nadie dará jamás el primer paso ni romperá la baraja. |
* Artigo respigado da Internet, publicado pelo diário espanhol El Mundo